POR: JULIO ORTEGA / LA POESÍA DE LUCÍA ESTRADA/ COLOMBIA/ LA CASA QUE SOY
POR: Julio Ortega/
Notable es la producción poética en Colombia, especialmente entre las poetas. Desde María Mercedes Carranza hasta Gloria Posada prevalece la ética del rigor formal, luego de las tendencias confesional y narrativa. La sobriedad y la apuesta por un oficio libre de los fastos regionales fueron evidentes en el canto mundano de Alvaro Mutis, en la bonhomía civil del coloquio de Juan Gustavo Cobo Borda, en las epifanías y alabanzas de Giovanni Quessep, y en el canto gozoso de Elkin Restrepo. No en vano en las voces más vivas se advierte hoy la apelación por el lector dialógico, contra la elocuencia confesional. Lucía Estrada convoca a Blanca Varela y María Mercedes Carranza (¡no logré convencerlas de que eran feministas a pesar suyo!), cuyas voces son paradigma del rigor estoico y la agudeza lacónica. He leído con atención los libros de María Paz Guerrero, Sandra Uribe y Yenny León, publicados en 2018, y en ellos es también patente la bondad del oficio y el don de convertir una experiencia en cifra metafórica. Luego, en la buena pista, me encontré con el libro de Lucía Estrada, cuya virtud es trabajar a favor del silencio. Con cualquiera de ellas (y no dudo que hay otras) podría yo tomar un té lleno de tarde y elocuencia; pero diré algo sobre Lucía Estrada, cuyo arte de descender a tierra cita a dos cercanos cómplices del trance de la caída: Eugenio Montejo y Marosa di Giorgio. Descenso o pie a tierra, la poesía es una lección de cosas de asombro y transición. Eugenio y Marosa cultivaron una curiosidad tierna. Y asumían con sobriedad el asombro. Lucía Estrada define bien al oficio en “Alfabeto del tiempo”: “desaparecer secretamente como un enigma, como una sombra, o como el pájaro muerto al que ningún aire reclama.”
Y en “Del tiempo de este reino,” prolonga ella la lección del poema: “Allí donde todo sucumbe, algo o alguien –acaso– logre saltar el impedimento; alguien o algo avance por fin contra la corriente.”
No menos relevante es la lección de “Regreso a Itaca”:
“Impronunciable la luz, el agua que corre y la piedra que silenciosa la recibe. Impronunciable aquello que visto tras el humo permanece.”
En “Cotidiana” las palabras circulan como una Sortes vigilianae, en su fraseo: “Vivir es una extraña condición de la muerte. Yo la llevo conmigo, pero no pesa en mi cuerpo su luna espectral.”
Rehacer Colombia, o cualquier país nuestro, palabra a palabra, es el proyecto que alienta en esta poesía, que resuena como la última alianza del lenguaje salvado por el lector. El lector acompaña esa tamaña empresa, liberado, a su vez, de los jurados inevitables de concursos prescindibles:
“También el silencio –que guarda la hora del mundo- se ha retirado. Un rumor enemigo y salvaje es todo cuanto queda.”
El poema es, así, una cicatriz viva del escepticismo. (“Escepticismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad,” recetaba Mariátegui). No en vano en el mundo hispánico prevalece hoy el luto: El femicidio, el autoritarismo del dictamen neoliberal, la conversión de la vida cotidiana en mercado, la violencia contra los migrantes que cruzan muros y fronteras, el contrabando como la forma de las relaciones humanas, y la pérdida de la literatura viva en el espectáculo mercantil...
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