La voz poética nos convoca con un canto de “aleluyas que ensanchan la vena del sol”. Las palabras, lentamente, se vuelven instrumento de la herida: intentan ordenar los fragmentos de la muerte, exhibiéndolos ante la luz, como quien convierte lo oscuro en reliquia de misericordia. Desde el inicio, una de las imágenes más potentes —“Dios mide el tiempo con su sombra”— abre las puertas de un espacio sagrado, donde el devenir no es lineal, sino sacramental. El tiempo no se escapa: se encarna. Se habita.
Escribir es principio reconciliador y, al unísono, martillo que golpea los verbos del dolor hacia el cuerpo, hacia más adentro. La poeta se vuelve vidente, y el poema, altar de oráculos colectivos. En su médula vibra la filosofía del infinito. El texto pregunta: “¿Qué es sentir? ¿Qué es hilar un rastro en la tormenta?” No hay respuestas absolutas, solo la lucidez que transforma al yo en algo inalcanzable, pero iluminado por el abismo de la eternidad, siempre “con una estrella clavada en la nuca”.
La autora se presenta: “Soy la poeta / más mística que el místico / que cree ver a Dios en la gota de agua transfigurado”. Se afirma como figura que trasciende lo religioso y lo humano. Su palabra no busca ornamento, sino resistencia. No se adorna: se arma. Es “la palabra que no renuncia”, que “se aplaude cuando me expulsan de un puntapié”, que “se muestra ante el ojo más cruel / y el montoncito de bestias que se beben el Sol”. Esta voz no se pliega: se planta. Se unge y corona en la valentía y la certeza. Se encarna en espada.
En los fragmentos centrales, la poeta transforma su lenguaje en “la figura de la lluvia / que pule los guijarros / el mar / los perfiles rotundos de la noche”, en “una caléndula de salvación / que ignora el duelo que imprime la oscuridad”, en “la palabra musculosa / que lleva el ritmo de la libertad / que es oxígeno / que oxigena”. El poema es instrumento de curación, puente entre la herida y la verdad, entre la ceguera y la sabiduría. Interian convierte el verbo en medicina, en ritual, en vuelo.
La poeta danza “sin ojos”, con “el corazón en la cabeza”, bajo “los guijarros del amor lloviendo sobre mí”. La imagen del “campo de mieses donde ya nadie recoge” es devastadora y fértil a la vez. Interian nos recuerda que “hay alimento en las palabras”, que “la palabra imperturbable / abre el pecho al dolor”, que “el deseo es más fuerte que el sueño”, que “la libertad también nos conducirá / a la entera apoteosis que exhalará el crepúsculo”. Incluso cuando “los perros de la muerte insistan / en morder su sombra”, la palabra sigue su rumbo, sin cansancio, sin queja.
Este poemario no se lee: se atraviesa. Es un texto que exige respiración y temblor. Odalys Interian no escribe desde la comodidad del verso, sino desde la urgencia de la revelación. Orfebrería absolutamente “impostergable con su infierno de diálogos que comienzan / como paloma alzada bajo el numeral del signo”, “la palabra curativa / que va entre la herida y el hombre / entre el hombre y la verdad”, “la palabra metódica / tentacular / infinitamente percutiendo / nombrando”. Nos ofrece una oportunidad frente a un espejo que no devuelve la imagen, sino que la invoca.
En los últimos textos del libro, Odalys Interian alcanza una plenitud que no es conclusión, sino transfiguración. La poeta se pesa a sí misma en la balanza del lenguaje: “Que me pesen con mi libertad / y esta voz dueña de nada / y estos miedos que aprenden a morir”. La palabra se vuelve “algoritmo impronunciable”, “raíces donde crece el poema / un infinito”, “visión desmedida de las resurrecciones”. Aquí, ya no busca nombrar: nombra para que sea, nombra para existir y existirse.
La voz se vuelve indómita, como en el verso: “Tus palabras fueron encontradas y me las comí / Escribí lo que dice el amén”, donde el acto de escribir se transforma en vínculo religioso—sin dogma, solo fidelidad al gesto creador. La poeta invoca, demanda y hasta desafía: “Que venga / sí / que venga / a multiplicarnos el pan y los peces”. El poema se erige como liturgia de lo imposible, plegaria del sublime inalcanzable, conjuro de las grandes antítesis universales: epitafio para la muerte, nido de vida en los silencios.
La poeta no cierra el libro: abre el cuerpo, perfora la llaga ya perforada. Nos deja en el umbral de una nueva realidad, donde el verbo “destroza este tiempo de insomnio”, donde “la muerte arrasada al fin” da paso al “deseo de un sueño que es futuro / y se realizará”. Una obra para ser recitada, para ser ritualizada, para ser llevada al centro del pecho: poemas como talismanes que nos salvan del olvido, desde el dolor hacia la catarsis.
EL VERBO QUE HABITA LA HERIDA
Por Ana C. Blum
Desde el desierto de Sonora
Agosto del 2025
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