ARÍSTIDES VEGA CHAPÚ/ ROSTROS DE LA POESÍA CUBANA/ LA CASA QUE SOY
Arístides Vega Chapú/ Santa Clara - Cuba |
Encuentro en Nueva York
Hasta la densa sombra del agua
llegan a beber las aves.
Se posan en los arbustos, algunos inclinados,
hacia los predios de la tarde.
Zona invisible donde coinciden los filosos rayos de luz
como si tuviesen la intención de atravesar
un extremo a otro del gran parque.
Con la ciudad de fondo vi a Martí,
justo a la hora en que se equilibran los altos edificios.
Sobre las espléndidas luces
que bojean ese mundo
con la seguridad de que si te alejas se vuelve tan irreal,
como esos otros
que furtivamente aparecen en un sueño.
Lo vi elevarse desde el caballo domesticado
para servir con rigor en grandes batallas
hacia la soledad de un cielo que nadie podrá ver,
ni relatar como cierto.
Tal y como sucede con la brasa que se exalta
sobre el carbón al calentar las manos
de los soldados a punto de marchar
hacia la batalla definitiva
en días en que se desata la ventisca.
Encima de la nieve que cayó con parsimonia
crecen las flores naranjas.
El olor del café a primera hora de la mañana
se confunde con ese otro olor dulzón
que traen los vientos cuando deambulan
por los caminos de días trágicos
asociados a la desgracia,
como si ese silencio prolongado fuese la vida.
En ese instante divisé su silueta en el aire,
por encima de todo el paisaje aparentemente ajeno,
el filo de su espada envainada,
con la esbelta pose de San Jorge.
Su cabeza de bronce donado
como si hubiese sido mártir antes de caer
sobre el resguardo de la banderita cubana.
Sucedió en Central Park, encima del mármol,
que el reflejo de ese último cielo,
que se detuvo,
volviera gris.
Maniquíes de la Casa Victoria´s Secrets
Dentro de sendas urnas de cristal que descienden
desde el cielo,
como hermosa pradera entre nubes coloreadas,
se muestran suspendidas las heladas modelos.
Mujeres esbeltas mantienen las alas extendidas,
como aves dispuestas a volar por entre la bruma
que escapa de un cielo parpadeante.
Solo si entornan los párpados uno las sabe reales.
Dominan el tiempo del paraíso
donde reinan,
por encima de los lumínicos carteles
anunciando cualquier asunto relacionado con la belleza.
Pese a los altísimos edificios
cuyos finales se ocultan
detrás de nubes que a esa altura se congelan
por el exceso de luz,
suben y bajan, como constelaciones
de ese cielo donde ninguna otra cosa se divisa.
Lo hacen desde inmensas jaulas de cristal
exhibiéndose como hermosísimos animales
que serán subastados
cuando la tarde caiga y las aves comiencen a retornar
para ocupar las antiquísimas sombras
dejadas por los árboles que ya no existen.
Pestañean las modelos bajo la intensa luz
que siempre desciende,
sin perder el equilibrio, el rigor de sus estáticas poses.
Constantemente cambian sus deslumbrantes piezas de vestir
pese a que pocos pueden apreciar algo más
que la ligereza con que el tejido resalta las curvas
de un cuerpo llevado a la perfección
solo para ser mostrado.
La piel tersa, los rostros rozagantes
esculpidos con serenidad
con una cera que no ha doblegado el calor.
La esbeltez de sus miradas se detiene
ante quien las observan con detenimiento desde abajo,
donde ocurre la aparente realidad,
con ese candor de quien admira la singular belleza
que ellas muestran como si fuese cierta.
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